Capítulo 1.

Todo comenzó al atardecer de un día 31 de Diciembre, en el año 1887.
Mi madre, una jóven rubia, de ojos azules y buena figura caminaba, con el vientre a punto de explotar, por las calles de Whitechapel.
Es de conocimiento popular que esta zona de la ciudad de Londres no tiene una gran reputación. Los inmigrantes la ocupan por completo y las mujeres de poca categoría se dedican a traficar con su cuerpo por las calles.
Mi madre no pertenecía a ninguno de estos dos grupos sociales. Ni muchísimo menos. Mi madre era hija del señor Bennett, conocido comerciante de té y no tan conocido traficante de opio.
La mansión Bennett siempre había sido envidiada por muchos londinenses e incluso la reina Victoria había decidido pasar alguna que otra tarde con el señor tomando el té recién importado.
Su hija, la mujer que me dio la vida, no se encontraba en Whitechapel por ningun motivo especial, si no por el simple hecho de que se había fugado de su hogar. Conociendose en cinta, se lo contó a su padre, mi abuelo, y este le ofreció su apoyo a cambio de que me abandonara en algun convento alejado y no saliese de casa durante su embarazo. Con esto lograba dos objetivos: que no se conociesen los rumores y alejar a mi madre de mi padre.
Al principio ella aceptó, puesto que necesitaba ayuda para mantenerse, pero en el último momento, cuando su cuerpo le advirtió de que estaba a punto de dar a luz, escapó precipitadamente de su casa, con la ayuda de su fiel acompañante María.
Ahora, corría desesperada por whitechapel road, buscando con la mirada la residencia de mi padre.
Mi padre, al contrario que mi madre, era un simple cochero que ofrecía transporte en las pompas fúnebres. Con su sueldo proletario tan solo se podía permitir una pequeña casita en Whitechapel, aunque no necesitaba vivir con ningún inmigrante, como alguno de sus vecinos. Este era el motivo por el cual mi abuelo no soportaba la idea de que mi madre, su única y valiosa hija, mantuviese algun tipo de relación con semejante calaña. Él no conocía bien a mi padre, claro esta, porque si lo hubiese hecho, se hubiera dado cuenta de que era un gran hombre y un mejor trabajador. Y de que amaba a mi madre más que a nada en el mundo, por supuesto.
Se habían conocido en el entierro de mi abuela, que murió unos años antes de que yo llegara al mundo. Un simple cruce de miradas encendió la chispa del amor entre dos adolescentes de distintos estatus sociales. Él no se esperaba que ella fuese a verle a la mañana siguiente y mucho menos se esperaba que hiciesen el amor pocos meses después por primera vez. Hay me concibieron. En un establo con un par de caballos. Según me contó mi madre, uno era negro y el otro blanco y ambos habían sido testigos de la pasión prohibida que había vivido con mi padre.
Sea como sea, ahora corría por la calle, conmigo a punto de salir y al borde del llanto, con los dolores típicos de las contracciones de un parto.
Cuando alcanzó la casa, se lanzó contra la puerta, golpeándola violentamente, gritando "Samuel, Samuel" a viva voz. Samuel, era el nombre de mi padre, por supuesto.

- ¿Violet? - preguntó él al abrir la puerta.
- Samuel - mi madre se lanzó a sus brazos sin pensarlo dos veces.
- ¿Qué te ocurre?
- Ya viene...

Minutos después, Violet, mi madre, se encontraba tumbada sobre la cama de mi padre, mientras María, que había llegado apenas unos segundos después que ella a la puerta de la casa de mi padre, hacía las veces de comadrona en el parto.
Nací en apenas un cuarto de hora, tras grandes esfuerzos de mi madre, la maestría de María y la tensión que sufría mi padre.

- Es un niño, señorita - pronunció tranquilamente María, posándome sobre el regazo de mi madre.

Violet, me besó la frente con dulzura, acunándome levemente entre sus brazos, mientras papa cortaba el cordón umbilical. María me limpiaba cuidadosamente con unas toallas empapadas en agua caliente, para envolverme minutos después en una mantita cálida y acojedora.

- ¿Como lo vas a llamar, Violet? - preguntó mi padre.
- James.

Y así me otorgó mi nombre. James. El nombre que me acompaña allá por donde voy me lo puso mi madre en una destartalada cama, en una casa proletaria en plena whitechapel road.

- Señorita, deberíamos volver a casa.
- No puedo María, me quitarán a James. - mi madre lloraba desconsolada.
- Dejalo conmigo Violet, yo cuidaré de él - mi padre era un hombre honrado, que se responsabilizaba de sus... errores.

Mi madre me dejó bajo el atento cuidado de mi padre mientras se iba de regreso a casa.
Por supuesto, mi abuelo solo conoció la verdad inventada por mi madre, por la cual yo ahora estaba en manos de unas monjas gentiles y amables, que cuidarían de mi hasta poder enviarme a un orfanato. Con eso, se daba por satisfecho.

Los años pasaron en casa de mi padre.
Mi madre me visitaba todas las semanas, incluso dos veces si le era posible.
Yo era un niño tranquilo, moreno como mi padre pero con los ojos celestes de mi madre. Era trabajador y ayudaba a mi padre en todos sus viajes siempre que podía. Mi madre y mi padre estaban orgullosos de mi.
Una mañana, en mi sexto cumpleaños, mi madre entró por la puerta de nuestra casa, rápida y furiosamente.

- Samuel, me tengo que llevar al niño.
- ¿Qué ocurre Violet.
- Mi padre ha decidido convertirlo en su sucesor.
- ¿Qué dices?
- Le hablé de que conocía el paradero de mi hijo y como yo no consigo un marido y él no consigue casarme por la fuerza, ha decido aceptar al que él llama bastardo, como su legítimo sucesor.
- ¡Pero eso es magnífico, Violet! - mi padre abrazó a mi madre y la besó.
- No Samuel - mi madre hablaba apenada, como si su corazón estuviera en su puño - La condición es que no vuelvas a verlo nunca más y que yo deje de visitarte.

El rostro de mi padre se puso pálido y se quedó quieto en el tiempo, inerte.
Yo sujeté su pantalón entre mis dedos y tiré suavemente de él, captando su atención.
Se agachó y me abrazó con fuerza, como nunca lo había hecho, como si no quisiese dejarme escapar.

- ¿Papa...?- pregunté, aun entre sus brazos - ¿Qué pasa?
- Violet, llevatelo y acepta el trato.
- Pero Samuel, tú...
- Lo más importante es James, no os preocupeis por mi.

Mi padre besó mi frente y mi madre me agarró la mano, me saco fuera y me entregó a María. Esta me dedicó una sonrisa y un "No te preocupes, todo irá bien" y me encaminó hacia el coche.
Por la puerta entreabierta de lo que yo conocía como mi hogar, observé a mi madre y a mi padre abrazados, intercambiando el último beso de sus vidas. Mi madre tenía los ojos anegados en lágrimas y mi padre la sujetaba fuertemente, como había hecho conmigo, como si no quisiera dejarla irse.
Instantes después, mi madre entró en el coche, aun llorando. Me agarró contra ella, acariciandome suavemente el pelo, mirando a María fijamente a los ojos. María comprendió el dolor de mi madre, agarró su otra mano y le indicó a cochero que iniciara el trayecto.
Mi madre tarareaba la nana que solían cantarme ella y mi padre mientras el coche se alejaba de su casa. Yo las miraba, a ella y a María, sin comprender que estaba ocurriendo. Todo había sido rápido. En apenas unos minutos, había perdido a aquel que siempre recordaré como mi único y verdadero padre.

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