Capítulo 2.

La verja de una grandiosa mansión se abrió paso ante nuestros ojos. Un hombre alto, corpulento y ataviado con un uniforme negro, abrió la verja para dejarle paso al coche.
Mi curiosidad pudo conmigo en el acto, ya que me asomé a la ventanilla nada más pasar. Desde mi posición se observaba un jardín muy extenso, con varias personas trabajando en él. Un hombre retocaba unos hermosos arces, de un color prácticamente carmín. Otro, unos metros más allá, ayudaba a una mujer a podar la rama defectuosa de un majestuoso roble. Todos los árboles que pasaban ante mis ojos al comienzo de la parcela eran árboles imponentes o llamativos, que cautivarían la mirada de cualquier persona.
El coche paró y un hombre nos abrió la puerta a mi madre y a mi. Vestía un oscuro frac, con unos guantes y una camisa en contraste. Su pelo era color miel y sus ojos verdes. Curiosamente tenía la piel bastante acaramelada. Nos indicó el paso, con una hermosa sonrisa dibujada en el rostro.
Violet bajó delante de mi, le indicó algo al jóven y este me sujetó por la cintura para bajarme. María caminaba presurosa tras mi madre, tirándo de mi mano tanto como podía.

- Ramses, acompáñanos por favor - a estas palabras de María, el jóven de verdes ojos nos siguió en silencio.

Mi mirada se desvió hacia él inconscientemente. Tenía algo que me atraía, como un imán. Quizá era el color de su pelo, tan extraño para mi. Posiblemente sus ojos, brillantes y sedosos, del color de las olivas. Pero lo más probable es que fuese su sonrisa, tan cálida y acojedora, como la que mi padre le dedicaba a mi madre cada vez que se encontraban. Esa sonrisa que demuestra cuan feliz estas de ver a alguien o puede que, a mi corta edad no lo comprendía, cuantas ganas tenías de poseer a alguien.
María caminaba muy aprisa y yo practicamente corría a su lado. Percatándose de mi inminente caída, Ramses sujetó mi otra mano y se puso al nivel de María, para impulsarme aún más. María le miraba de reojo, reprochándole algo que yo no alcanzaba a comprender. Pero él le devolvía la mirada con esa sonrisa suya, que era de extrañar que no convirtiese en cenizas el corazón de nuestra hermosa acompañante.
Apenas ya veía a mi madre ante nosotros. Caminaba a toda prisa, como un haz de luz que escapa entre la oscuridad.
Subimos las escaleras del porche, que se encontraba algo elevado del nivel del suelo, para encontrarnos con la puerta de entrada que nos abría gentilmente un hombre mayor que Ramses pero con una cara mucho menos interesante.
María miró hacia arriba y yo seguí su mirada. En lo alto de las escaleras se encontraba mi madre, acompañada de un hombre alto y de gran compostura. Sus ojos tenían el mismo color que los mios, pero sus cabellos eran rubios. Bajo su nariz, reposaba un bigote bien recortado y apenas se percibía en él barba alguna. Vestía un esmoquin negro y se ayudaba de un bastón al caminar. Le tendió una mano a mi madre, que la tomó en apenas unos segundos, y ambos comenzaron a bajar hasta donde nos encontrábamos María y yo.

- Hola, pequeño - su voz era muy dulce, parecida a la de mi madre.
- Buenos días tenga usted, señor - me incliné levemente, tal y como hacía con los invitados en los entierros.
- Parece que te han educado bien - una sonrisa se permitió el lujo de aparecer en sus labios.
- Samuel lo ha educado bien - mi madre le corrigió, molesta.
- Pero ahora lo educaremos aún mejor - con su mano derecha, revolvió suavemente mi pelo - Te enseñaré muchas cosas, James, y te convertirás en un gran comerciante.
- Sí señor - mis últimas palabras denotaban mi seguridad.
- A partir de ahora, cargarás con nuestro apellido James - me tendió una de sus manos, indicándome que la tomase. María me soltó al instante - A partir de ahora, serás James Bennett ¿Suena bien, verdad?
- Sí, señor - me llevó lentamente hacia una sala apartada a la derecha - Me gusta.
- Me alegra oir eso, pequeño.

Entramos en un gran salón. Al fondo, se podía ver un cuidado tapiz en el cual se retrataba la mansión donde nos encontrábamos. A su derecha, un piano negro de cola, que relucía bajo la luz de la lámpara de araña que colgaba del techo. A su izquierda un mueble de cerezo, con detalles bañados en oro. En el centro de la estancia, un sillón de dos plazas y dos butacas individuales, todos ellos tapizados en lo que parecía ser terciopelo rojo, y acompañados por una mesita de té.
Justo al lado de la entrada se encontraba un gran ventanal, cuya luz de ocultaba con unas grandes cortinas.
Caminamos hasta los sillones. Mi abuelo me soltó la mano y me indicó que me sentase en una de las butacas individuales. Él se sentó en la butaca opuesta.

- Dime James, ¿Cuántos años tienes?
- Seis años señor, los acabo de cumplir hoy.
- Vaya, felicidades, ya eres todo un chico mayor, por lo que veo.
- Gracias señor.
- Puedes llamarme abuelo, James.

Me quedé en silencio unos instantes. Sabía que aquel hombre era mi abuelo pero yo jamás había tenido uno. No sabía muy bien cuanto cariño debía darle a mi nuevo pariente.

- Esta bien, abuelo.
- Asi me gusta - una sirvienta, vestida con un traje negro y delantal blanco, entró por la puerta con una bandeja de plata donde traía un juego de té de colores pastel - ¿Te gusta el té?
- Nunca lo he probado - movía mis piernas incesantemente, ya que colgaban y me encontraba nervioso.
- ¿De veras? Ningun inglés puede considerarse inglés hasta que ha probado el té, James. - la jóven comenzó a vertir suavemente el té en cada una de las tazas.
- Entonces aun no soy un verdadero inglés.

Mi abuelo se carcajeó de mi comentario, al tiempo que tomaba la taza entre sus grandes manos y me invitaba a imitarle.
Tomé mi taza con miedo, parecía que se rompería en cualquier instante. Sabía como debía cojerla, puesto que muchas viudas nos invitaban a sus casas a tomar el té para acordar el precio del servicio. Me la acerqué al rostro y aprecié su aroma. Era exquisito. Se asemejaba al aroma de una cereza recién cojida, pero con un toque de vainilla muy curioso. Acerqué el borde de porcelana a mis labios e incliné la taza, consintiendo al té caer hasta mi boca lentamente. Estaba caliente, pero era delicioso.

- Dime, ¿Te gusta?
- Esta delicioso abuelo - en este momento, fui todo lo natural que no había sido hasta el momento.

Mi abuelo sonrió, obervándome tomar otro poquito, con los ojos un tanto iluminados por una presencia jóven e inocente en una casa que lucía muerta desde hacía mucho tiempo.

- James, ¿Sabes leer o contar?
- Sé leer y contar - devolví la taza a su lugar en la mesita - Mi padre me dedicaba muchas tardes para enseñarme.
- Eso es un gran principio - de pronto, mi mirada se deslizó de nuevo hacia el piano de cola. - ¿Te gustaría tocarlo?
- Me gustaría, pero no se hacerlo - aun no había apartado mi vista del hermoso instrumento.
- En ese caso, tendrás que aprender. - colocó su taza en la mesita, tal y como había hecho yo - Es una de las cosas que me gustaría que aprendieses, al igual que geografía, economía, historia y varios idiomas.
- ¿De veras vais a darme tanta educación?
- Por supuesto, y vas a mejorar escribiendo, leyendo y calculando - se levantó tranquilamente, encaminandose hacia la puerta- sígueme, James.

Me levanté en apenas un instante y me puse a su lado. Él me tendió su mano y yo la tomé sin dudarlo. Caminamos escaleras arriba, lentamente, ya que a mi abuelo parecía fallarle una pierna. Cuando llegamos al escalón más alto, giramos a la derecha y recorrimos un pasillo enorme. Apenas tenía adornos, pero daba una impresión de solemnidad abrumadora.

- Ahora te mostraré tu cuarto y después iremos hasta tu lugar de estudio, la biblioteca.

Tres puertas más allá, mi abuelo abrió la cuarta de ellas por el lado derecho y me ofreció paso.
Me quedé helado en el umbral. Yo jamás había tenido una habitación tan grande y luminosa en mi corta existencia.
Al fondo, un ventanal consentía que la luz entrase en el lugar, iluminándolo todo. A la derecha, un escritorio sencillo y señorial, con una pequeña butaca y un set de escritura, acompañaban a un alto y oscuro armario. A la izquierda descansaba una cama alta con un dosel vaporoso ataviada con un juego de cama en color azul celeste. Las mesitas eran sencillas, pero serviciales, con varios cajones. Al fondo a la derecha, cerca de la ventana y más allá del escritorio había otra puerta.

- Abuelo, ¿A dónde lleva esa puerta de ahi?
- Al cuarto de tu madre - caminó hacia el interior del cuarto y abrió la puerta - ella exigió la existencia de este punto de unión.

Caminé hasta el lugar donde él se encontraba y miré al otro lado. El cuarto de mi madre poseía un tocador en lugar de un escritorio. Su armario era más sencillo pero mucho más hermoso. Su cama también tenía un dosel, pero estaba repleta de cojines y ataviada con un set de cama en color rosa palo. Sobre una de sus mesitas de noche reposaba un jarrón con rosas blancas y sobre la otra, la fotografía de dos personas que no lograba reconocer por la distancia.
Me adentré en el cuarto y caminé hasta la mesita donde reposaba el marco. Cuando estuve cerca, nos reconocí a mi padre y a mi. Yo apenas tenía cuatro años en esa fotografía. Mi padre sonreía abiertamente, mientras me sujetaba con fuerza en sus brazos. Yo mostraba una sonrisa tímida e infantil, mirándo a mi padre en lugar de a la cámara.
Tomé el marco entre mis manos y me senté sobre la cama para contemplarlo mejor. Los ojos se me llenaron de lágrimas, al tiempo que llevaba la fotografía hasta mi pecho, abrazándola con todas mis fuerzas. Justo en ese momento, comprendí que no volvería a ver a mi padre.

- James, es la hora de la cena, debemos bajar - me llamó mi abuelo desde mi cuarto. - Siento no poder mostrarte la biblioteca.

Coloqué la imagen donde estaba y me sequé las lágrimas de camino a su encuentro. Cuando llegué junto a mi abuelo, le tomé la mano y le dediqué una sonrisa fingida. Ahora debía ganarme a mi nuevo benefactor.
Caminamos de nuevo hacia el piso de abajo, con la parsimonia de mi abuelo. No era un hombre viejo ni mucho menos, pero parecía tener problemas con una de sus piernas desde hace tiempo y, segun mi madre, siempre había sido un hombre tranquilo.
Llegamos a un comedor, cerca de la sala donde nos habíamos sentado antes. Mi madre nos esperaba allí, de pie junto a su asiento. Mi abuelo se acercó al asiento que encabezaba la mesa y yo al asiento opuesto a mi madre. Mi padre me había enseñado todo lo básico en educación y comportamiento.
El hombre que nos había abierto la puerta se acercó a mi abuelo para apartarle la silla, mientras Ramses y la jóven sirvienta que nos había preparado el té hacían lo mismo con mi madre y conmigo.
Ramses me dedicó otra de sus brillantes sonrisas al tiempo que me ayudaba a sentarme.

La cena fue tranquila pero frustrante. Realmente no recuerdo que cenamos aquella noche en la mansión Bennett. Solo recuerdo la tensión que se apreciaba entre mi madre y mi abuelo, que no se dirigían la palabra desde nuestra llegada. Ambos, me miraban y me hablaban a mi, pero no interaccionaban entre ellos.
Una vez acabada la farsa de familia unida que acababamos de representar y representaríamos durante el resto de la vida en compañía de mi abuelo, cada uno se retiró a su cuarto.
Mi abuelo se retiró en solitario, pero mi madre decidió acompañarme, puesto que estabamos pegados el uno al otro.
Una vez en mi cuarto, mi madre abrió el armario y sacó un pequeño camisón de color blanco para mi. Yo, me quité la ropa que llevaba puesta y mi madre la dejó sobre la butaca del escritorio.
Abrí la cama y me metí en ella. Era realmente cómoda y estaba fresquita. Me tapé hasta los hombros y me acomodé de lado.

- ¿Quieres que te lea un cuento? - me preguntó mi madre, mientras besaba mi mejilla.
- No es necesario, gracias - respondí, prácticamente dormido.

Violet se llevó el candelabro que nos iluminaba con ella, a su cuarto. Al cerrar la puerta, mi habitación quedó en una oscuridad absoluta. Entonces, en ese mismo momento, rompí a llorar de nuevo. Pensaba en mi padre. Pensaba en el frío que estaría pasando ahora en la cama que siempre compartíamos. Solía decirme que yo era su pequeño consuelo en las noches frías, su pequeña chimenea. Ahora, estaría solo y muerto de frío. ¿Qué sería del padre al que tanto había amado, sin su tan adorada Violet y su querído hijo? Mi llanto se volvió más y más fuerte cada vez.
De pronto, una sombra apareció por la puerta de anexión y mi madre se colocó a mi lado dentro de la cama.

- No llores más, cielo - me susurró, abrazándome y acariciandome el pelo - yo estoy contigo.

Comenzó a cantar para mi nuestra nana. Yo, confuso y deprimido, cerré los ojos con fuerza. Poco a poco, las fuerzas me fueron abandonando, mientras el sueño me recogía entre sus brazos.
Justo antes de quedar profundamente dormido sentí un beso en la mejilla y escuché un susurro.

- Te quiero, hijo.

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